martes, 12 de junio de 2012

Crónicas de una herencia

Hoy comienzo a relatar una crónica muy particular. Hace algunos meses, por razones que no vale la pena detallar, mi mamá decidió desarmar la gran casa familiar y repartir entre sus tres hijos todos los muebles, adornos, cuadros, cubiertos y miles de objetos extraños heredados de generación en generación.
De los tres hermanos, yo soy la única que heredé de mi abuela materna el amor por los muebles y objetos antiguos y sobre todo la pasión por la restauración.
Así que después de varios viajes entre casa y casa cargando bártulos, mi garage/taller quedó invadido hasta el techo. La mayor parte de los muebles que me traje son una selección de ejemplares que tienen un valor sentimental muy fuerte para mí, pero también son aquellos a los que entre el polvo, las fundas hechas con sábanas viejas y las cajas, les vi un enorme potencial y los imaginé con nueva pintura, generosos tapizados, bronces lustrados y muchos trucos de restauración aprendidos de mi Nona.

Para mí este nuevo proceso de ir revelando poco a poco esa belleza que esconden, es también un período de restauración de mis afectos, mi historia y mi herencia.

Hoy comienzo con la más abandonada de todas las mesas de la casa. Siempre desempeñó papeles secundarios, fue la obrera del grupo. Durante años sostuvo tarros de pintura y resistió salpicaduras en el taller de mi abuela. Después estuvo en una cocina, guardando manteles, servilletas y accesorios para la mesa.
Fue barnizada mil veces con pegotes oscuros y estoy segura que nunca fue lijada ni lustrada.

Llegó a mi taller con esas capas de barniz oscuro, los herrajes trabados por el óxido y la tapa superior con una rajadura de lado a lado.


Lo primero que hice fue limpiarla, sacarle la tapa y encolar los vértices. En este paso, estaba decidida a pintarla con aerosol de algún color muy fuerte y llamativo, pero cuando comencé a lijarla apareció una madera color caramelo que nos encantó (hablo también de mi marido, mi ayudante en todas estas locuras).

Así que, lijadora en mano y mucha paciencia lograron eliminar las miles de capas de barniz. Una vez que estuvo la madera cruda, preparé un emplaste con cera para pisos y algunas "cucharadas" de pintura asfáltica (o brea diluida) y le pasé varias manos generosas para humectarla y darle un leve brillo de lustre.


Luego corté una tabla de MDF o fibrofácil, de la misma medida que la tabla rota que le saqué al empezar, y la llevé a una maderera amiga para que le hagan un fresado en todo el contorno (el fresado es esa guarda tipo moldura, típica de los muebles antiguos).


Clavé la placa de MDF a la mesa original, masillé con masilla para madera para que no se vean los clavos y le dí a toda la tabla una mano de un buen látex acrílico blanco. 
Y para terminar, investigué un poco en internet y descubrí que es un típico mueble doméstico inglés del 1900. Así que me bajé diseños de etiquetas y bolsas de importación de té y especias indo-inglesas de esa época y calqué el diseño que más me gustó sobre la tabla pintada de blanco. (Lo dibujé con un marcador indeleble negro). Una vez seco, le pasé dos manos de la pátina hecha con cera y brea, pero esta vez con más brea para que sea más oscura. Cuando dí con el color del resto del mueble, guardé en un frasco la pátina (para futuros usos), limpié y lustré los herrajes de bronce y ¡lista!


Ahora exhibe orgullosa una lámpara también restaurada (pero ese será otro post) y un porta tutti (llaves, teléfonos, anteojos, etc). 


Creo que está más contenta que cuando era un simple mueble de cocina.


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